RESEÑA: EL PACTO - FERNANDO ARZE/CAMILA URIOSTE
Mi último post estuvo dedicado a Camila Urioste, Premio Nacional de Novela 2017. Lo que algunos no saben es que detrás de ese galardón, hay una veta de poesía y dramaturgia riquísima. Y es que la escritura de la paceña ya tiene un largo recorrido, cuyos pasos se contonean entre una espontaneidad y un rigor que inevitablemente dejan al lector/espectador también pendulando entre el deslumbramiento y la duda. El Pacto, montada por Fernando Arze, quizás sea uno de los ejemplos emblemáticos en una literatura que no deja de seducir. Para continuar el hilo, les comparto una reseña, de hace un buen tiempo atrás, sobre esta última obra.
Algo así debió suceder con Alicia (Andrea Ibáñez), antes de conocer a un hombre cualquiera en una discoteca cualquiera y proponerle un experimento social, primero, y un pacto amoroso, después.
Ella es una neurobióloga obsesionada con sus propios conocimientos científicos y, más aún, parece estar decidida a sentar las bases epistemológicas del amor y la libertad. Una mujer que lucha contra sus impulsos, contra sus emociones, obligada o entregada por el peso biológico, psicológico, histórico, social, que la sumerge en una fobia hacia el afecto, el instinto y lo imprevisto. Alicia, engañándose a sí misma, parece condenarse al aislamiento, a la soledad, a la resignación. ¿Es esa la libertad? ¿Amar o no amar?
La dramaturgia de Camila Urioste (La Paz, 1980), también poeta y comunicadora social, resalta su compromiso con la obra. Porque, un texto así, no es fruto de la mera inspiración. Su solidez y coherencia denotan un largo y quizás angustioso camino de investigación. Esa rigurosa recopilación de información, sumada a la vocación poética de la paceña, ofrece un inteligente ensayo sobre el amor, sus contradicciones, frustraciones, sublimaciones y redenciones.
El Pacto from Bolivianya on Vimeo.
Pero, tamaño cuerpo dramatúrgico no habría conseguido mucho más sin una dirección a su medida. Fernando Arze (La Paz, 1972), desde el montaje, complementa y enriquece la obra escrita con una marcación acompasada y cadenciosa de las interpretaciones y un estimulante manejo cromático del vestuario y la iluminación. Además, o sobre todo, presume un minucioso conocimiento del espacio escénico y conoce los mecanismos para explotar al máximo su potencial poético.
Una muestra: susurros inaudibles, intrigantes, ininteligibles, misteriosos, casi fuera de escena, que cual opúsculos crípticos, los actores ejecutan de forma casi automática. Silencios tensos y confusos haciendo de transiciones. El amor, en sus resquicios, nos somete a esa incertidumbre también. El amor es de esos sentimientos que, por más que se los intente aprehender y diseccionar, son inabarcables, efímeros e inasibles.
Quizás, únicamente, podría cuestionarse el recurso visual de las proyecciones. Imágenes, en algunos casos, molestas por funcionales y redundantes. O algunos monólogos, o pedazos de ellos, melosos y de exacerbado lirismo. Excepciones.
La puesta en escena evoca las formas de un tablero en el que el amor, sea lo que este sea, controla todo: mueve estructuras, desordena, reacomoda, destruye, crea. El amor como un juego de bloques, un juego de estrategia. Algo parecido al antiguo Go chino, o, mejor aún, a la singular partida de ajedrez que juega la Alicia de Lewis Carroll en A través del espejo. Pero, en El pacto, el sino es trágico. Por más que la protagonista intente gobernar el tablero, convertirse en la reina, nunca alcanza esa metamorfosis. Porque el amor nos hace peones, siempre; carne de cañón.
Cobijado bajo la misma alegoría, hacia el final, no pude sino evocar a Giuseppe Ungaretti y su poema “Soldados”: “Se está/como en otoño/las hojas/en los árboles”. El amor es quizás una guerra y nosotros mismos el campo de batalla, la encrucijada entre el tiempo, la fragilidad y la herida.
Dice Ibáñez, en sus última líneas, que hay cosas que el viento nos arranca para siempre, ausencias que duelen, viajes sin retorno.
El amor, ¿un pacto? ¿una batalla?
En 1921, Otto Loewi brinda la primera prueba experimental de la mediación química en la transmisión del impulso eléctrico de una neurona a un órgano efector. Fue el primer paso de la ciencia para identificar y estudiar la importancia de los neurotransmisores en el funcionamiento del ser humano. Cuentan que Loewi soñó con aquel experimento antes de realizarlo. En sus sueños, interconectaba dos corazones mediante una cánula, y estimulando la bradicardia en uno de ellos, gracias a la sangre compartida, conseguía que el otro también reduzca sus latidos, hasta extinguirlos por completo.Algo así debió suceder con Alicia (Andrea Ibáñez), antes de conocer a un hombre cualquiera en una discoteca cualquiera y proponerle un experimento social, primero, y un pacto amoroso, después.
Ella es una neurobióloga obsesionada con sus propios conocimientos científicos y, más aún, parece estar decidida a sentar las bases epistemológicas del amor y la libertad. Una mujer que lucha contra sus impulsos, contra sus emociones, obligada o entregada por el peso biológico, psicológico, histórico, social, que la sumerge en una fobia hacia el afecto, el instinto y lo imprevisto. Alicia, engañándose a sí misma, parece condenarse al aislamiento, a la soledad, a la resignación. ¿Es esa la libertad? ¿Amar o no amar?
La dramaturgia de Camila Urioste (La Paz, 1980), también poeta y comunicadora social, resalta su compromiso con la obra. Porque, un texto así, no es fruto de la mera inspiración. Su solidez y coherencia denotan un largo y quizás angustioso camino de investigación. Esa rigurosa recopilación de información, sumada a la vocación poética de la paceña, ofrece un inteligente ensayo sobre el amor, sus contradicciones, frustraciones, sublimaciones y redenciones.
El Pacto from Bolivianya on Vimeo.
Pero, tamaño cuerpo dramatúrgico no habría conseguido mucho más sin una dirección a su medida. Fernando Arze (La Paz, 1972), desde el montaje, complementa y enriquece la obra escrita con una marcación acompasada y cadenciosa de las interpretaciones y un estimulante manejo cromático del vestuario y la iluminación. Además, o sobre todo, presume un minucioso conocimiento del espacio escénico y conoce los mecanismos para explotar al máximo su potencial poético.
Una muestra: susurros inaudibles, intrigantes, ininteligibles, misteriosos, casi fuera de escena, que cual opúsculos crípticos, los actores ejecutan de forma casi automática. Silencios tensos y confusos haciendo de transiciones. El amor, en sus resquicios, nos somete a esa incertidumbre también. El amor es de esos sentimientos que, por más que se los intente aprehender y diseccionar, son inabarcables, efímeros e inasibles.
Quizás, únicamente, podría cuestionarse el recurso visual de las proyecciones. Imágenes, en algunos casos, molestas por funcionales y redundantes. O algunos monólogos, o pedazos de ellos, melosos y de exacerbado lirismo. Excepciones.
La puesta en escena evoca las formas de un tablero en el que el amor, sea lo que este sea, controla todo: mueve estructuras, desordena, reacomoda, destruye, crea. El amor como un juego de bloques, un juego de estrategia. Algo parecido al antiguo Go chino, o, mejor aún, a la singular partida de ajedrez que juega la Alicia de Lewis Carroll en A través del espejo. Pero, en El pacto, el sino es trágico. Por más que la protagonista intente gobernar el tablero, convertirse en la reina, nunca alcanza esa metamorfosis. Porque el amor nos hace peones, siempre; carne de cañón.
Cobijado bajo la misma alegoría, hacia el final, no pude sino evocar a Giuseppe Ungaretti y su poema “Soldados”: “Se está/como en otoño/las hojas/en los árboles”. El amor es quizás una guerra y nosotros mismos el campo de batalla, la encrucijada entre el tiempo, la fragilidad y la herida.
Dice Ibáñez, en sus última líneas, que hay cosas que el viento nos arranca para siempre, ausencias que duelen, viajes sin retorno.
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