RESEÑA: NORTE ESTRECHO - OMAR VILLARROEL

La felicidad está en el vocho



Mijail Miranda Zapata

Cuatro historias de migrantes latinos en Estados Unidos hiladas alrededor de un negocio de videoconferencias, quizás allá por los noventa, es la síntesis de la opera prima de Omar L. Villarroel (Cochabamba, 1974).

El filme retoma un tópico recurrente en el cine nacional, al menos durante los últimos 15 años. Aunque los términos elegidos por su director muestran algunas variaciones interesantes. En especial en lo que respecta a la narración, que huye de la solemnidad dramática de la que se impregnaron los anteriores intentos, apostando por el humor y la emotividad fraternal. Además, traslada la mirada al hemisferio contrario, como hiciera la “trágica” En busca del paraíso (2010), pero, en este caso, los resultados son plausibles.

Uno de los grandes méritos de este proyecto es el guión, a cargo del propio Villarroel y de Juan Cristóbal Ríos Violand (¿Quién mató a la llamita blanca?, 2006). La mano del segundo se deja ver a lo largo de todo el metraje, con diálogos socarrones y resoluciones dramáticas inteligentes. La festividad humorística de su primer trabajo ahora se ve bien dosificada y más certera, quizás gracias a la contribución del director. Y es algo que se agradece, en especial considerando que las buenas carcajadas no parecen tener cabida en la filmografía boliviana del último tiempo, y, de tenerla, parecen estar supeditas a esperpentos que dejan un sabor más bien agrio (póngale Gud bisnes (Antezana, 2010), El pocholo y su marida (Sandoval, 2011) o cualquiera de Rodrigo Ayala).

Ríos Violand además estuvo encargado del casting, que indudablemente es otro de los méritos relevantes en Norte Estrecho. Luis Bredow y su personaje desbordan carisma, adueñándose de la pantalla durante todo el metraje, y así Villarroel consiguió aprovechar cinematográficamente a uno de nuestros mejores actores (que parecía condenado a una letanía de papeles menores y poco interesantes). Lo acompañan con igual solvencia Pablo Fernández, Soledad Ardaya, Jorge Jiménez, Federico Saslavsky y Ariadna Asturzzi. De Carmen Salinas mejor no hablar hasta que caiga Peña Nieto y sepamos qué pasó con los 43.

Aunque simpática, tal vez con una cuota de chantaje emocional, este popurrí de historias románticas y familiares, tiene su mayor acierto, paradójicamente, en una apuesta no del todo acabada. Me refiero al retrato del migrante latino como habitante de un limbo en el que el desarraigo y la american way jamás terminan de gestarse. El recurso de las videoconferencias (planteado además desde la fotografía de Sergio Bastani), de las pantallas y satélites como herramientas de un mecanismo de descomposición de la lejanía -de sus ausencias y carencias-, no hace más que reforzar las sensaciones de angustia y no pertenencia en los personajes, siempre soterradas bajo nuestra tradicional y casi folclórica picardía. 

La insatisfacción, acentuada por el ejercicio cotidiano de encontrar a los seres queridos tras el cristal del televisor, es asumida con estoicismo en la mayoría de los casos, y los conflictos internos se resuelven a puro disimulo. Es ahí donde la propuesta de Villarroel comienza a desestructurarse y las narraciones, correctamente entretejidas en la primera mitad del metraje, comienzan a desbandarse. Entonces surgen reflexiones naíf, cuestionamientos morales que subestiman el compromiso del espectador con la proyección, y se filtra cierto tufillo melodramático. La musicalización, llegado este punto, se convierte en un lápiz fosforescente subrayando el tedio.

Sin embargo, la frescura y desenfado son recuperados, casi al cierre, gracias al dúo Saslavsky-Asturzzi y su entretenido romance a distancia. Además, se suma el desenlace en la historia de Jiménez que, aunque no del todo convincente, abandona sus pretensiones universitarias para independizarse y dedicarse a manejar un taxi por el DF, para desconcierto y decepción de su madre (Carmen Salinas) en Estados Unidos. 

“La felicidad está en el vocho”, concluye el joven. Y eso me recuerda que estamos ante un film que, más que anhelos intelectuales o sociológicos, tiene la intención de entretener y emocionar a la platea. Omar Villarroel, en su primera aventura cinematográfica, cumple y divierte. 

Vayan al cine, sonrían, encuéntrense del otro lado de la pantalla y sepan que también podemos ser una caricatura. Opas solemnes, abstenerse.

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