RESEÑA: JUANA AZURDUY, GUERRILLERA DE LA PATRIA GRANDE - JORGE SANJINÉS
LA "JUANITA" DE SANJINÉS
Mijail Miranda Zapata
Juana Azurduy, Guerrillera de la Patria Grande (Jorge Sanjinés, 2016) sigue, en alguna medida, la estela de su predecesora, Insurgentes (2012), y propone una revisión histórica a un período fundamental en las insurrecciones independentistas sudamericanas y la conformación de nuestro país. Sin embargo, a diferencia de la anterior, decide enfocarse en una sola figura, la de la heroína, además de abandonar el género documental, para entregarse por completo a la ficción.
Quizás en esta decisión resida uno de sus mayores desaciertos, dada la predisposición historiográfica, didáctica y militante que plantea Sanjinés (La Paz, 1936). Porque si en Insurgentes la voz en off del cineasta, narrando su propia lectura histórica, representaba un punto de anclaje y equilibrio para el corpus ficcional, su ausencia, en este caso, lo deja a la deriva, extraviado entre peroratas hagiográficas y caudillistas.
Mijail Miranda Zapata
Juana Azurduy, Guerrillera de la Patria Grande (Jorge Sanjinés, 2016) sigue, en alguna medida, la estela de su predecesora, Insurgentes (2012), y propone una revisión histórica a un período fundamental en las insurrecciones independentistas sudamericanas y la conformación de nuestro país. Sin embargo, a diferencia de la anterior, decide enfocarse en una sola figura, la de la heroína, además de abandonar el género documental, para entregarse por completo a la ficción.
Quizás en esta decisión resida uno de sus mayores desaciertos, dada la predisposición historiográfica, didáctica y militante que plantea Sanjinés (La Paz, 1936). Porque si en Insurgentes la voz en off del cineasta, narrando su propia lectura histórica, representaba un punto de anclaje y equilibrio para el corpus ficcional, su ausencia, en este caso, lo deja a la deriva, extraviado entre peroratas hagiográficas y caudillistas.
Tras la fundación de Bolivia, una reunión entre Simón Bolívar, Antonio José de Sucre y José Miguel Lanza, con Juana Azurduy, ya sumergida en un paradójico “exilio”, es el disparador de una serie de flashbacks, el recurso elegido para narrar la vida de la guerrillera desde su primera juventud, hasta los momentos más álgidos de su carrera militar. Este relato, transcurre de la peor forma posible: entre una retórica rimbombante y ambiciones casi enciclopédicas.
¿Qué queda del objeto cinematográfico cuando todo está expuesto en diálogos cansinos y excesivamente concentrados en detalles, acaso fundamentales para la historia, mas insustanciales para la obra? Vestigios de buenas intenciones y esfuerzo, siendo benevolentes.
Pero, aunque el guion sea la debilidad que salta a la vista con mayor claridad, Juana Azurduy también adolece otras carencias. Entre ellas una pobre puesta en escena en gran parte de su metraje e interpretaciones exageradamente almidonadas, defecto que no responde a una limitación actoral -imposible achacarle el desatino a Piti Campos (Juana Azurduy), por poner un ejemplo-, sino al tono que parece haber buscado el director. Que si bien puede resultar eficaz en las escenas de corte épico -en exteriores y gracias a la contención ejercida por la majestuosidad de nuestros paisajes-, puertas adentro, en la intimidad, Bolívar, Sucre, Lanza y Azurduy, quedan descolocados y rezuman artificialidad. ¿Es que acaso no dejaban de ser los heroicos y nobles gestores de nuestra independencia ni cuando bailaban una cueca? Libertador (2013) del venezolano Alberto Arvelo es un ejemplo cercano de que, si en los libros de texto no, en el cine, los protomártires también cagan (y aman).
¿Qué queda del objeto cinematográfico cuando todo está expuesto en diálogos cansinos y excesivamente concentrados en detalles, acaso fundamentales para la historia, mas insustanciales para la obra? Vestigios de buenas intenciones y esfuerzo, siendo benevolentes.
Pero, aunque el guion sea la debilidad que salta a la vista con mayor claridad, Juana Azurduy también adolece otras carencias. Entre ellas una pobre puesta en escena en gran parte de su metraje e interpretaciones exageradamente almidonadas, defecto que no responde a una limitación actoral -imposible achacarle el desatino a Piti Campos (Juana Azurduy), por poner un ejemplo-, sino al tono que parece haber buscado el director. Que si bien puede resultar eficaz en las escenas de corte épico -en exteriores y gracias a la contención ejercida por la majestuosidad de nuestros paisajes-, puertas adentro, en la intimidad, Bolívar, Sucre, Lanza y Azurduy, quedan descolocados y rezuman artificialidad. ¿Es que acaso no dejaban de ser los heroicos y nobles gestores de nuestra independencia ni cuando bailaban una cueca? Libertador (2013) del venezolano Alberto Arvelo es un ejemplo cercano de que, si en los libros de texto no, en el cine, los protomártires también cagan (y aman).
Evidentemente, existen momentos en los que se logra disfrutar de trazos más humanizados, no obstante, cuando ese velo de solemnidad anodina que recubre la interacción entre los personajes apenas intenta desvanecerse, todo retorna al punto cero en el que la actuación no es más que una reproducción de diálogos impregnados de un historicismo intrascendente, como si lo prosaico y pasional en la vida de nuestros próceres hubiera sido vetado en pos de una sublimación histórica. ¿Dónde queda entonces la intención de Sanjinés por ofrecer una visión alternativa a la historia oficial si su creación obedece ciegamente los cánones de ésta?
En este punto también estriba, tal vez, una de las mayores decepciones para los seguidores del cine de Sanjinés. La figura del indio no encuentra en Juana Azurduy ni el tratamiento, ni la reflexión, ni la reivindicación que otrora caracterizó al realizador paceño. Y no se trata de reclamar evocaciones discursivas, sino de cómo el ideario que planteó a lo largo de su filmografía parece desvanecerse, sin conseguir responder al curso de la historia y los retos que ahora parece plantear.
Es más, podría hablarse incluso de marcados pasos en falso. En este último trabajo, la presencia indígena nunca termina de perfilarse, ni individual, ni colectivamente, cayendo en las fauces del peor folclorismo: haciendo de lo indio una silueta ornamental, parte del decorado. Necesaria, sí, pero solapada e irrelevante.
Bajo el mismo manto, el del cine político, tampoco quedan claras las intenciones por reivindicar a Juana Azurduy como una mujer que rompió los moldes de su época y el papel que le asignaban, una pionera en el cuestionamiento de los roles de género, una convencida de las fortalezas de la feminidad y la importancia de su emancipación en la lucha por un bien mayor y popular. Se opta, en cambio, por tópicos bastante cómodos y conservadores: Juanita fiel esposa y abnegada madre; Juanita joven, bella, inteligente y, por tanto, revoltosa. Juanita…
Juana Azurduy, gracias a su fotografía y su reparto, principalmente, alcanza algunos pocos minutos de gran heroísmo (verosímil, eso sí) y emotividad. César Pérez, director de fotografía, aprovecha con lucidez la paisajística del altiplano y los valles, consiguiendo un marco que acoge con imponente belleza los avatares de las batallas y hazañas independentistas. Lástima que este logro sea opacado por el ruidoso contraste nacido de los inexplicables movimientos de cámara en mano, ¿acaso documental?, y el estatismo en el montaje de pasajes en los que los libertadores se reúnen con Azurduy.
En conclusión, la cinta ofrece un margen de ganancia mínimo, para ser una apuesta tan arriesgada.
Entonces surgen las preguntas, ¿por qué el maestro Sanjinés se esfuerza en hacer filmes que aparentemente no responden a él, a su trayectoria? ¿Por qué opta por el camino de los gestos grandilocuentes y los presupuestos millonarios? ¿Por qué se sube al tren de la “primera película sobre las dictaduras”, “la primera película sobre la guerra del Chaco”, “la primera película de…”? ¿Para quiénes está hecha Juana Azurduy, Guerrillera de la Patria Grande? ¿Por qué la imposición de las formas por sobre las ideas?
Y es que un grito encendido, como el de Azurduy al final de la película -que nos recuerda que los procesos políticos e históricos suelen traicionarse, que el pueblo sublevado, sus caudillos, rápidamente se apoltronan entre las intrigas del poder y las veleidades del bienestar-, ameritaba un gesto igual de revolucionario, no el manierismo de un acto escolar y su impostación doctrinal.
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En este punto también estriba, tal vez, una de las mayores decepciones para los seguidores del cine de Sanjinés. La figura del indio no encuentra en Juana Azurduy ni el tratamiento, ni la reflexión, ni la reivindicación que otrora caracterizó al realizador paceño. Y no se trata de reclamar evocaciones discursivas, sino de cómo el ideario que planteó a lo largo de su filmografía parece desvanecerse, sin conseguir responder al curso de la historia y los retos que ahora parece plantear.
Es más, podría hablarse incluso de marcados pasos en falso. En este último trabajo, la presencia indígena nunca termina de perfilarse, ni individual, ni colectivamente, cayendo en las fauces del peor folclorismo: haciendo de lo indio una silueta ornamental, parte del decorado. Necesaria, sí, pero solapada e irrelevante.
Bajo el mismo manto, el del cine político, tampoco quedan claras las intenciones por reivindicar a Juana Azurduy como una mujer que rompió los moldes de su época y el papel que le asignaban, una pionera en el cuestionamiento de los roles de género, una convencida de las fortalezas de la feminidad y la importancia de su emancipación en la lucha por un bien mayor y popular. Se opta, en cambio, por tópicos bastante cómodos y conservadores: Juanita fiel esposa y abnegada madre; Juanita joven, bella, inteligente y, por tanto, revoltosa. Juanita…
Juana Azurduy, gracias a su fotografía y su reparto, principalmente, alcanza algunos pocos minutos de gran heroísmo (verosímil, eso sí) y emotividad. César Pérez, director de fotografía, aprovecha con lucidez la paisajística del altiplano y los valles, consiguiendo un marco que acoge con imponente belleza los avatares de las batallas y hazañas independentistas. Lástima que este logro sea opacado por el ruidoso contraste nacido de los inexplicables movimientos de cámara en mano, ¿acaso documental?, y el estatismo en el montaje de pasajes en los que los libertadores se reúnen con Azurduy.
En conclusión, la cinta ofrece un margen de ganancia mínimo, para ser una apuesta tan arriesgada.
Entonces surgen las preguntas, ¿por qué el maestro Sanjinés se esfuerza en hacer filmes que aparentemente no responden a él, a su trayectoria? ¿Por qué opta por el camino de los gestos grandilocuentes y los presupuestos millonarios? ¿Por qué se sube al tren de la “primera película sobre las dictaduras”, “la primera película sobre la guerra del Chaco”, “la primera película de…”? ¿Para quiénes está hecha Juana Azurduy, Guerrillera de la Patria Grande? ¿Por qué la imposición de las formas por sobre las ideas?
Y es que un grito encendido, como el de Azurduy al final de la película -que nos recuerda que los procesos políticos e históricos suelen traicionarse, que el pueblo sublevado, sus caudillos, rápidamente se apoltronan entre las intrigas del poder y las veleidades del bienestar-, ameritaba un gesto igual de revolucionario, no el manierismo de un acto escolar y su impostación doctrinal.
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