RESEÑA: AMANECER EN MENOR - QUIMBANDO

Quimbando inició anoche su gira 2017, tiernamente bautizada Alondra, en Cochabomba y con una presentación en La Tirana y Olé. Hoy repiten el toquín: mismo boliche, misma hora. El cover te cuesta 40 Bs., casera. ¡Vayan, pues!



De la ternura prístina de Encantos y desencantos, el primer disco (2003), no quedan más que rastros. En la lejanía de los años se desprenden como borrascas la fortaleza de Apaguen la luz (2009) y el romance escondido de El último refugio (2005). Cada uno de aquellos viajes parece condensarse en las búsquedas y ambiciones de Amanecer en menor. De las manos y voces de Marcelo Arias, Mauricio Canedo y Arpad Debreczeni se desprende una placa conceptual donde las canciones son hilvanadas en la cadencia instrumental de un tono inventado para la vida, muerte y resurrección. Porque, Amanecer en menor, es precisamente eso, renacer al alba, repetirse, convencerse de la anterior vida, de la nueva, volver a empezar, buscar, perderse y encontrarse.


Amanece, en una playa, un bosque, un desierto, en un vaivén de bossa y jazz. Vértigo acompasado, como latidos marcando la vitalidad que se reinventa cada segundo, con cada sonido: “Amanecer en menor”, primera canción del disco. Y se suceden lejanías, distancias inventadas casi siempre desde el violín de Arpad o los vientos de Jorge Claros. Geografías desconocidas inundan los cuerpos y las voces de esos monigotes, bien retratados en el arte del disco (Marcelo Montaño), ciudades humeantes, mares desconocidos, bosques y la intimidad que surge en la convivencia inesperada de la vida y la no vida. Cada cambio de canción, de ritmo, nos descubre vacíos (“ingreso al silencio vacío”), nos ofrece la certeza de no ser más que un manojo de emociones y sensaciones, marionetas embelesadas en la prestidigitación musical de los Quimbando.

Amanecer en menor ofrece una explosión sinérgica, en la que destacan la capacidad compositora de Arias y Canedo y el invaluable aporte musical de Claros (vientos e instrumentos nativos) y el “viejo conocido” Debreczeni. Sin estos últimos quizás la experiencia musical ofrecida no hubiera sido la misma. Resaltan los arreglos en canciones como “Yololeya”, “Preludio del alba” y “Mujer”. La poesía de los fundadores de la banda sufre una transformación en esta última etapa, exploran, al igual que con los instrumentos, la potencia sonora del lenguaje, su expresividad. Cabe aclarar que esta combinación a momentos intimida al oyente, lo reduce y hasta agobia. Soy incapaz de emitir un juicio de valor al respecto, esta vitalidad guerrera es imposible de juzgar. Se vive, disfruta y sufre con cada bocanada, con cada acorde. No puede dejarse de lado el brío que le impone el joven Matheo Cuellar a cada una de las composiciones. Juventud, innovación, y otra vez vitalidad, ahora desde la batería.


La madurez de la banda es evidente. Los arreglos en cada una de las canciones se sumergen en influencias que abarcan el planeta mismo. Sones andinos, mediterráneos, balcánicos, nórdicos y tropicales confirman uno de los mejores momentos de los cochabambinos. Esta madurez alcanzada, en tan pocos años, ofrece a futuro uno de los más prometedores proyectos musicales locales. Y no simplemente como mero referente comercial, sino como estandarte de un movimiento comprometido con la vida artística, esa del día a día, lejano a las pérfidas aguas del protagonismo, el remedo y la innovación superflua.

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