RESEÑA: "GENÉSIS 4:12" Y "DESVELO"
La Feria Internacional del Libro de Lima contará este año con la presencia de los nacionales Saúl Montaño y Adhemar Manjón, bajo el sello de la editorial Perra Gráfica. Los próximos 19 y 20 de julio ambos autores presentarán sus libros. El primero una colección de relatos bajo el título de Desvelo y el segundo su novela Génesis 4:12.
A continuación un acercamiento a ambos trabajos.
SANTA CRUZ DE LOS ERRANTES
Mijail Miranda Zapata
Tweets por el @mijail_kbx.
A continuación un acercamiento a ambos trabajos.
SANTA CRUZ DE LOS ERRANTES
Mijail Miranda Zapata
Desde hace una semana circula en redes sociales el trailer de una nueva producción boliviana, cruceña. Mi prima la sexóloga (2016), dirigida por Miguel Chávez, que ya en su avance deja una muestra de la imagen -altiva, dicharachera y sensual- que cierta cruceñidad construye sobre sí misma, y la que verdaderamente se proyecta hacia el exterior: “picardía criolla” y bobalicona, cosmopolitismo fingido y, sobre todo, machismo e ignorancia desaforados.
Afortunadamente, desde la literatura surgen otras perspectivas respecto a la ciudad de los anillos, su facies y los procesos que la han ido constituyendo. En narrativa, estas nuevas miradas pueden hallarse en Liliana Colanzi y Giovanna Rivero, como ejemplos cercanos y sobresalientes, que además ayudarán a hilar una breve reflexión en las siguientes líneas. A ellas, gracias a la editorial Perra Gráfica, ahora también se suman Saúl Montaño (Camiri, 1985) y Adhemar Manjón (La Bélgica, 1981).
Aunque la categorización respecto a una escritura masculina o femenina resulta siempre sinuosa, imprecisa, incluso impertinente, es necesario apuntar que la entonación y las inquietudes que envuelven a los citados son bastante fáciles de distinguir. En el primer caso, el de Colanzi y Rivero, se trata de un tono interpelador, rebelde, desconfiado y, finalmente, vivaz y vigoroso. En el segundo, el de los varones, el panorama es otro: voces derrotadas, extraviadas, consumidas por la maquinaria social de una ciudad que no parece ofrecer esperanza, ni descanso.
Estas diferencias, seguramente, son parte de un síntoma que el tiempo y otras nuevas lecturas sabrán dilucidar.
Como se mencionó, los trabajos de Montaño y Manjón comparten los rasgos de una marcada impronta masculina y una forma de habitar la ciudad que transcurre entre la abulia, el agotamiento, bares, prostíbulos y amores desfigurados.
Sin embargo, a pesar de los puntos en común, ambos surgen y se exploran desde espacios diferentes.
Desvelo (Perra Gráfica, 2016)
Montaño apuesta por relatos cortos y descarnados, abocados a la recreación de paisajes inhóspitos, que sus personajes peregrinan y padecen, dejando de lado, en tanto es posible, intenciones más íntimas y reflexivas.
El camireño ofrece la cartografía de una urbe, acaso aún desconocida, que, aunque pretende exhibir la exuberancia de una gran metrópoli, en sus entrañas aún no logra huir de su herencia rural y en esa tensión nace, tal vez, el agobio en el que viven sumidos sus personajes.
En el ánima de los hombres que narran sus experiencias, relato a relato, existe una violenta escisión que los deja desvalidos y desvelados. Son forasteros, nómadas que al ser arrastrados por la fuerza centrípeta de la capital y su economía emergente, quedaron enclaustrados en sus grietas y miserias, con una posibilidad de retorno al origen, pero a un costo desgarrador: la nostalgia por el tiempo perdido y la certeza del primer hogar en ruinas.
Quizás el mismo trauma experimentado por un entorno que apenas dejó de ser provincial y ya se vio constituído como una feroz ingeniería antropófaga, con la distancia y el encierro como esencia y condena.
“Iban y venían lujosas 4x4 con sus conductores (hombres y mujeres) metidos en sus microclimas de aire acondicionado [...] impolutos ellos, cortados por el mismo cuchillo, impecables, transmitiendo una sensación de tranquilidad, de impasibilidad ante las calles de las cinco de la tarde en Santa Cruz...”, apunta uno de los protagonistas. “Entramos por el pasillo de una casa, abrió una puerta, e ingresamos a un cuarto donde vi dos camas de dos plazas muy juntas. Ahí un hombre despertó, y a su lado una mujer, tres niños, dos mujeres más y otro hombre...”, cuenta otro.
Porque los desvelos no sólo se deben a una vida de vulgares excesos hedónicos, sino a las extenuantes jornadas laborales, viviendas precarias, falta de oportunidades, desilusión, desarraigo y desencanto.
Escritos con crudeza, los cuentos de Montaño, impregnados de una particular tristeza rabiosa, retratan Santa Cruz sin remilgos ni maquillaje. No obstante, este logro se ve entorpecido por la predominancia forzada, en algunos casos, de coloquialismos que, al no ser gestos naturales, restan realismo y suman incomodidad en la lectura. Curiosamente, son aquellos textos que se alejan de este “vicio”, y los que se desprenden de los ademanes de una hombría predecible y prefabricada, los que se muestran más acabados: incisivos y enriquecedores.
Génesis 4:12 (Perra Gráfica, 2016)
Si en Desvelo la mirada se dirigía hacia el exterior, la novela de Adhemar Manjón toma precisamente la ruta opuesta y apunta al montaje de una atmósfera introspectiva y engañosamente circunspecta. Es, pues, un relato psicológico fabricado desde el tedio, el desencanto y la ironía.
Adaptando el arquetipo del cainita bíblico a la Santa Cruz de hoy, Manjón presenta a un joven veinteañero, harto de trabajar y de buscar empleos, que se entrega por completo al ocio. Y desde esa inactividad, ese punto muerto en una ciudad que parece girar a millones de revoluciones por minuto, el protagonista desvela el vacío escondido tras la risueña y bulliciosa juventud cruceña (“... y ahí radicaba la felicidad,decía, en no reconocer la propia idiotez”), y derriba, a puro cinismo y mordacidad, las fugaces efigies del éxito, ya sean de las artes, el fútbol o la farándula (lo mismo da). “Decía que lo que salvaría a Santa Cruz era un John Waters y no un maricón dibuja pichis como Alfredo Müller”, se despacha el narrador.
Pero, el mayor mérito de Manjón reside en un hecho aún más complejo: la síntesis y la representación de un imaginario masculino, marcado por una larga tradición de represiones, miedo y machismo. No en vano, ya en la primera página, una de las referencias principales es el abuelo del protagonista, “un cruceño de pura cepa”.
Un universo en el que las mujeres constituyen meras expresiones alegóricas, apenas pinceladas: madre abnegada, esposa trofeo, prostitutas complacientes, obsesión amorosa, obsesión carnal. Los varones, en cambio, ocupan un rol preponderante, bien desarrollado, con precisión y crueldad, con una vocación casi quirúrgica. Seres hoscos, inexpresivos, torpes, tentando una fortaleza y dignidad ya perdidas desde el principio de cualquier historia y sobre cualquier escenario.
En ese patetismo, en esa contención de frustraciones, existe una violencia latente, una bomba de tiempo lista para estallar entre la crisis de los veinte, los treinta, “amores” imaginarios o cualquier noche de alcohol. Con un gesto brutal de humor, Manjón decide desnudar e interpelar a su lector en el momento mismo de una de estas explosiones, en el clímax de su relato, bautizando a su personaje con el nombre más homogeneizante posible: Juan Pérez.
En cierto tramo, él y un amigo hablan de una extraña historia en la que los dioses liberan a Sísifo de su condena. “Al verse libre, Sísifo solo atinó a sentarse y llorar mientras se preguntaba ‘¿qué haré ahora?’”.
Ante el vacío, sobre el campo yermo, ya sin la carga de imposiciones sociales y familiares, ¿qué podríamos hacer? Es la pregunta que ojalá algún día Juan Pérez, tú y yo, podamos responder.
El debut de Manjón en la literatura es indudablemente auspicioso y habrá que esperar sus próximas entregas. Sin embargo, cabe anotar que a pesar de su brevedad, esta novela se carga de páginas y párrafos que parecen hacer de relleno, privándonos así de un cuento que tal vez pudo haber sido una obra aún mayor.
Afortunadamente, desde la literatura surgen otras perspectivas respecto a la ciudad de los anillos, su facies y los procesos que la han ido constituyendo. En narrativa, estas nuevas miradas pueden hallarse en Liliana Colanzi y Giovanna Rivero, como ejemplos cercanos y sobresalientes, que además ayudarán a hilar una breve reflexión en las siguientes líneas. A ellas, gracias a la editorial Perra Gráfica, ahora también se suman Saúl Montaño (Camiri, 1985) y Adhemar Manjón (La Bélgica, 1981).
Aunque la categorización respecto a una escritura masculina o femenina resulta siempre sinuosa, imprecisa, incluso impertinente, es necesario apuntar que la entonación y las inquietudes que envuelven a los citados son bastante fáciles de distinguir. En el primer caso, el de Colanzi y Rivero, se trata de un tono interpelador, rebelde, desconfiado y, finalmente, vivaz y vigoroso. En el segundo, el de los varones, el panorama es otro: voces derrotadas, extraviadas, consumidas por la maquinaria social de una ciudad que no parece ofrecer esperanza, ni descanso.
Estas diferencias, seguramente, son parte de un síntoma que el tiempo y otras nuevas lecturas sabrán dilucidar.
Como se mencionó, los trabajos de Montaño y Manjón comparten los rasgos de una marcada impronta masculina y una forma de habitar la ciudad que transcurre entre la abulia, el agotamiento, bares, prostíbulos y amores desfigurados.
Sin embargo, a pesar de los puntos en común, ambos surgen y se exploran desde espacios diferentes.
Desvelo (Perra Gráfica, 2016)
Montaño apuesta por relatos cortos y descarnados, abocados a la recreación de paisajes inhóspitos, que sus personajes peregrinan y padecen, dejando de lado, en tanto es posible, intenciones más íntimas y reflexivas.
El camireño ofrece la cartografía de una urbe, acaso aún desconocida, que, aunque pretende exhibir la exuberancia de una gran metrópoli, en sus entrañas aún no logra huir de su herencia rural y en esa tensión nace, tal vez, el agobio en el que viven sumidos sus personajes.
En el ánima de los hombres que narran sus experiencias, relato a relato, existe una violenta escisión que los deja desvalidos y desvelados. Son forasteros, nómadas que al ser arrastrados por la fuerza centrípeta de la capital y su economía emergente, quedaron enclaustrados en sus grietas y miserias, con una posibilidad de retorno al origen, pero a un costo desgarrador: la nostalgia por el tiempo perdido y la certeza del primer hogar en ruinas.
Quizás el mismo trauma experimentado por un entorno que apenas dejó de ser provincial y ya se vio constituído como una feroz ingeniería antropófaga, con la distancia y el encierro como esencia y condena.
“Iban y venían lujosas 4x4 con sus conductores (hombres y mujeres) metidos en sus microclimas de aire acondicionado [...] impolutos ellos, cortados por el mismo cuchillo, impecables, transmitiendo una sensación de tranquilidad, de impasibilidad ante las calles de las cinco de la tarde en Santa Cruz...”, apunta uno de los protagonistas. “Entramos por el pasillo de una casa, abrió una puerta, e ingresamos a un cuarto donde vi dos camas de dos plazas muy juntas. Ahí un hombre despertó, y a su lado una mujer, tres niños, dos mujeres más y otro hombre...”, cuenta otro.
Porque los desvelos no sólo se deben a una vida de vulgares excesos hedónicos, sino a las extenuantes jornadas laborales, viviendas precarias, falta de oportunidades, desilusión, desarraigo y desencanto.
Escritos con crudeza, los cuentos de Montaño, impregnados de una particular tristeza rabiosa, retratan Santa Cruz sin remilgos ni maquillaje. No obstante, este logro se ve entorpecido por la predominancia forzada, en algunos casos, de coloquialismos que, al no ser gestos naturales, restan realismo y suman incomodidad en la lectura. Curiosamente, son aquellos textos que se alejan de este “vicio”, y los que se desprenden de los ademanes de una hombría predecible y prefabricada, los que se muestran más acabados: incisivos y enriquecedores.
Génesis 4:12 (Perra Gráfica, 2016)
Si en Desvelo la mirada se dirigía hacia el exterior, la novela de Adhemar Manjón toma precisamente la ruta opuesta y apunta al montaje de una atmósfera introspectiva y engañosamente circunspecta. Es, pues, un relato psicológico fabricado desde el tedio, el desencanto y la ironía.
Adaptando el arquetipo del cainita bíblico a la Santa Cruz de hoy, Manjón presenta a un joven veinteañero, harto de trabajar y de buscar empleos, que se entrega por completo al ocio. Y desde esa inactividad, ese punto muerto en una ciudad que parece girar a millones de revoluciones por minuto, el protagonista desvela el vacío escondido tras la risueña y bulliciosa juventud cruceña (“... y ahí radicaba la felicidad,decía, en no reconocer la propia idiotez”), y derriba, a puro cinismo y mordacidad, las fugaces efigies del éxito, ya sean de las artes, el fútbol o la farándula (lo mismo da). “Decía que lo que salvaría a Santa Cruz era un John Waters y no un maricón dibuja pichis como Alfredo Müller”, se despacha el narrador.
Pero, el mayor mérito de Manjón reside en un hecho aún más complejo: la síntesis y la representación de un imaginario masculino, marcado por una larga tradición de represiones, miedo y machismo. No en vano, ya en la primera página, una de las referencias principales es el abuelo del protagonista, “un cruceño de pura cepa”.
Un universo en el que las mujeres constituyen meras expresiones alegóricas, apenas pinceladas: madre abnegada, esposa trofeo, prostitutas complacientes, obsesión amorosa, obsesión carnal. Los varones, en cambio, ocupan un rol preponderante, bien desarrollado, con precisión y crueldad, con una vocación casi quirúrgica. Seres hoscos, inexpresivos, torpes, tentando una fortaleza y dignidad ya perdidas desde el principio de cualquier historia y sobre cualquier escenario.
En ese patetismo, en esa contención de frustraciones, existe una violencia latente, una bomba de tiempo lista para estallar entre la crisis de los veinte, los treinta, “amores” imaginarios o cualquier noche de alcohol. Con un gesto brutal de humor, Manjón decide desnudar e interpelar a su lector en el momento mismo de una de estas explosiones, en el clímax de su relato, bautizando a su personaje con el nombre más homogeneizante posible: Juan Pérez.
En cierto tramo, él y un amigo hablan de una extraña historia en la que los dioses liberan a Sísifo de su condena. “Al verse libre, Sísifo solo atinó a sentarse y llorar mientras se preguntaba ‘¿qué haré ahora?’”.
Ante el vacío, sobre el campo yermo, ya sin la carga de imposiciones sociales y familiares, ¿qué podríamos hacer? Es la pregunta que ojalá algún día Juan Pérez, tú y yo, podamos responder.
El debut de Manjón en la literatura es indudablemente auspicioso y habrá que esperar sus próximas entregas. Sin embargo, cabe anotar que a pesar de su brevedad, esta novela se carga de páginas y párrafos que parecen hacer de relleno, privándonos así de un cuento que tal vez pudo haber sido una obra aún mayor.
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