BITÁCORA: ¿QUÉ HAGO EN LA RAMONA? (O EL INTENTO DE UN HOMENAJE HECHO MANIFIESTO)
El año pasado uno de los pocos y más combativos suplementos culturales que le quedan al país celebró sus 10 años. La Ramona -obvio hablaba de la Ramona, amega-, para tan especial conmemoración, decidió pedir a sus colaboradores una reflexión respecto a su labor dentro de este lindo espacio.
Yo, como suele suceder, no reflexioné un joraca y dí las peores respuestas que puedan existir, reuniéndolas en el siguiente texto, que recuerdo ahora porque el XXV Premio Nacional de Teatro, la Red Boliviana Cultural y los Ramownes (como no podía ser de otra forma) convocan a menciones especiales en periodismo cultural y crítica teatral amateur.
Revisá las bases del concurso acá abajito (ojo con los premios, ¿eh?) y de paso dale una leída a mi experiencia siendo el faqin enemigo. ¿Te animás a hacer legión?
Pd. ¡Aguante la RAMONA, locoooo!
¿Qué hago en la RAMONA?
"El próximo 1 de mayo se habrán cumplido 10 años desde que se publicó el primer número de este suplemento cultural. Más de 520 ediciones domincales ininterrumpidas después, fundadores, editores y colaboradores fijos de la RAMONA celebramos nuestra primera década reflexionando en torno a nuestras notas, coberturas y sucesos artísticos que marcaron nuestro trabajo. Estrenamos así este espacio fijo, que se prolongará este y el siguiente mes, con el texto encargado a Mijail Miranda Zapata, nuestro principal crítico de teatro -y notable valor también en otros ámbitos- ya por casi la mitad de la vida de estas páginas."
Sweet? Where do you get off? Where do you get sweet? I am dark and mysterious, and pissed off! And I could be very dangerous to all of you! You should know that about me... I am the enemy!. William Miller, Almost Famous.
Y es que en realidad la pregunta tendría que ser: ¿por qué sigo aquí? Y la pregunta tendría que hacérsela, también, toda la gente que habita estas páginas semana tras semana. ¿Qué onda? Porque aunque al lector sienta empatía por el quinceañero protagonista de Almost Famous, no es para nada agradable cargar con los ojos de sospecha y desconfianza que continuamente nos lanzan, con la desautorización de las voces autorizadas de la intelectualidad y el arte locales, con la tromba de rabia que cada que puede nos grita mediocres, resentidos y envidiosos. Es una carga pesada.
Acá se hace el trabajo sucio, ese al que nadie se anima por pudor, cartuchez o mera mariconería.
Quizás por eso es que sigo, porque me gusta poner el hombro y el pecho y los huevos, ofrecer la cara con la guardia baja, sin soberbia ni temor. Porque si hay algo que saco en claro de estos cuatro años, es que el periodismo cultural y la crítica en este país son deportes de combate. Están los jabs, queditos pero certeros, que nos lanzan los colegas que gustan jugar de sparrings; o los uppercuts exquisitamente técnicos -imprevistos, dolorosos, necesarios-, de esos luchadores a los que admiramos; y están también los golpes bajos, que llegan de todos lados y poco importan.
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No recuerdo cuántas veces estuve contra las cuerdas o tirado en la lona, pero sé que si aún no he tirado la toalla es porque, gracias a la RAMONA, domingo a domingo, cada vez soy más k’ullu y ambiciono un juego de piernas elegante pero contundente, o lo que es decir lo mismo: no todo es un golpe de suerte, detrás de este suplemento hay mucho sacrificio y esfuerzo.
Queda claro, entonces, que si aún no dejamos este barco, es porque somos “el enemigo” y de este lado del ring la cobardía está proscrita.
Pero, me repito la pregunta, ¿qué hago en la RAMONA? Nunca lo tuve claro, menos ahora que me encargan este texto que tendría que transitar entre el autobombo y la salutación. Pero algo hay que poner y estoy seguro que ese algo es el teatro.
Mis primeras colaboraciones se decantaron por las tablas y no me moví más. En este tiempo he visto decenas de obras y escrito otras tantas reseñas. Pagué mi entrada a cada una de las funciones, salvo contadas y gratas excepciones, porque no quiero deberle nada a nadie y menos aún palmadas en la espalda. Invertí tiempo investigando y explorando las artes escénicas, para que no se diga que escribo cualquier cosa. Y sobre todo, me obligué a militar el teatro con la misma convicción de los que, frente a mí, avivan los escenarios y sus contornos.
¿Por qué escribir sobre teatro? Porque ir al cine se ha hecho cada vez menos accesible y más insoportable. Porque, a diferencia de La Paz, acá no tenemos teleférico y nunca aparece gente de El Alto como para hacerme sentir más en confianza. Porque no aguanto el olor a grasa, azúcar y adolescentes que apesta el cine Center. Porque las carteleras locales no tienen mejores ofertas que los puestitos pirata. Porque prefiero comprarme unas cervezas antes que regalar mi plata a una transnacional, compañero. Porque la literatura tiene un suplemento casi exclusivo en La Paz. Porque es aburrido enfrentarse a dinosaurios casi fosilizados. Porque literato que se precie no lee los diarios o eso dicen. Porque los libros son más caros que las entradas al cine. Porque la crítica literaria es medio que muy esnob. Porque a los escritores sería mejor encararlos entre copas y a carajazos.
¿Por qué escribir de teatro? Porque quiero y me gusta y porque también escribo de cine y de libros, pero con el placer culposo de la irresponsabilidad.
Escribo sobre teatro porque creo que nadie más lo hace, al menos por estos lados. Porque me gusta sentirme como que especial. Porque ya se me hizo costumbre y ya qué más da. Porque a algunos todavía les incomoda. Porque si no yo, entonces quién. Porque, a diferencia del cine o la literatura, el teatro es fugaz, no se repite, no se captura, no se inmortaliza, es tan volátil como el oxígeno: inhalas, exhalas y ya no está. Porque algo tiene que quedar de los teatreros que se parten la vida trabajando obras que a veces no pasan de dos funciones, de diez espectadores y, en el peor de los casos, de medio aplauso. Porque ese algo, aunque sean diatribas al pedo o loas bien estructuradas, es un pedazo de memoria que sin querer queriendo me dieron ganas de construir.
Escribo para el teatro, porque así tal vez haya menos funciones vacías, más público despierto, más puteadas, más adulaciones. Porque de acá, de Cochabamba, es el Premio Nacional de Teatro Peter Travesí: cuerudo, maltrecho, corajudo, obstinado.
Porque acá también tenemos Bertolt Brecht, Festitíteres, Tablas Cochalas y una larga lista de elencos y artistas que, como el viejo Peter, están empecinados en ofrendar sus ajayus al escenario, a veces equivocándose muy penosamente, a veces acertando con orgullo. Tal como me sucedió en estas páginas, tantas veces.
Porque es algo parecido al amor, pero no tanto: más enfermizo, menos ingenuo. Porque siento esa misma pasión, la de los teatreros, a esta hora de la madrugada en la que escribo este texto, mientras ella me busca en la cama, quizás pensando que nunca la amaré tanto como este oficio que llegó sin avisar y que ahora me consume sin beneficio.
Escribo para el teatro, para la RAMONA, porque me basta la satisfacción de decir: I’m the enemy.
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