RESEÑA: MORIR EN LA PAZ - BARTOLOMÉ LEAL

COCA/COCAÍNA

Mijail Miranda Zapata

Empedernido viajero y acucioso observador, Bartolomé Leal (Chile, 1946) desecha cualquier forma de protagonismo y asume una actitud mimética con el entorno que decide habitar. Habiendo pasado gran parte de su vida fuera de su tierra natal, y habiéndose desenvuelto en diversas actividades alrededor del mundo, el chileno tiene la facultad de sumergirse en las realidades del mundo en busca de materia prima para su gran pasión, la literatura. Parece tener la fórmula ideal para ocupar el mejor sitio y pasar completamente desapercibido. Grandes méritos que solo los años y las aventuras son capaces de conceder. Esos antecedentes son suficientes para abordar y comprender la obra de Leal, especialmente Morir en La Paz
A pesar de elegir una de las urbes más prestas al folclorismo malsano, el chileno no ofrece guías ni postales turísticas. El trabajo del novelista se decanta, más bien, por el escrutinio, la interpretación y la rearticulación del complejo puzzle que representa la sede de gobierno, más concretamente la hoyada paceña. No podría haberse elegido un escenario mejor para esbozar los conflictos de la identidad boliviana y con ese sustrato construir una buena novela policial negra. No será necesario caer en el aburrido tópico de los géneros, subgéneros y demás vericuetos literarios. Lo que se trata aquí es una buena novela policial.

Leal nos ofrece narraciones precisas, bien construidas, capaces de sostener la intriga por varias páginas sin provocar el bostezo. Ya lo dijo Ramón Rocha Monroy, “buenas muertes, buenos polvos”. ¿Literatura light? De ningún modo. ¿Por qué? Porque los escenarios son, precisamente, La Paz, Cochabamba, la fiesta del Gran Poder, en fin, Bolivia. En ese contexto es imposible encarar un proceso creativo con liviandad y frescura. La actividad artística bajo el manto de la bolivianidad está condenada a un enrevesado flujo de flechas, contraflechas, paralelas, perpendiculares y puntos ciegos. Claro que la osadía de enfrentarse al reto de narrar desde La Paz pasa una factura muy cara, que en más de una ocasión ha dejado a varios artistas en ridículo. No es el caso, afortunadamente, y viene a ser un chileno -valga el chauvinismo para anular cualquier intento por juzgar la obra desde una perspectiva “nacionalista”- el que nos proporciona una mirada, si no renovada, bastante clarificadora respecto al mundo de las drogas, sus personajes, su cercanía e importancia. Aunque estamos lejos de generar una industria cultural “narco” a gran escala, como sucede en Colombia o México, el narcotráfico y sus rastros ya son completamente visibles en la vida cotidiana, por más que una especie de “orgullo patriótico” nos obligue a creer lo contrario.

Como bien diría “Cachín” Antezana, es el hilo blanco de la cocaína el que conduce el desarrollo de la trama. Un asesinato no esclarecido conduce al detective retirado Isidoro Melgarejo Daza al seno mismo de la actividad ilícita. Las convulsiones dentro este submundo también inician en él un proceso de enajenación, de despersonalización inconclusa, que deja abierta la posibilidad de una secuela, gratamente confirmada por el autor. El nombre elegido para el protagonista no es una intención jocosa, es una radiografía precisa de una especie en extinción, de un legado, muchas veces vergonzoso, que comienza a diluirse en el tiempo, que incluso ya deja de ser memoria para hacerse olvido. Recuerdos que comienzan a ser absorbidos por otras realidades, a ser reconstituidos desde las nuevas perspectivas del poder y que comienzan también a reencontrarse con alguna noción extraviada de identidad.

Este es el drama principal de Morir en La Paz. Porque morir en esta ciudad no puede asumirse simplemente como el cese de la vitalidad. Morir en La Paz es adentrarse en los misterios de la tierra, las montañas, es volver al ajayu primario, renacer y volver a morir. Para corroborar esta divagación, nada mejor que usar otro de los personajes de la novela: un sicario norteamericano envuelto en los mismos avatares que el detective paceño. Connington es contratado por un importante cartel de droga que opera en Bolivia. Desde sus primeros contactos con el Illimani, la hoyada, El Alto o los Yungas, puede advertirse un feedback, en el que la seducción y la incomprensión se conjugan peligrosamente. No se cae en el cliché del gringo encantado. Se trabaja, desde las vísceras, en la conformación de un ser humano real, de un asesino a sueldo que llega al país dispuesto a cumplir un contrato más. Pero, como se dijo antes, nada puede darse por supuesto en el contexto de una ciudad que nunca termina de descifrarse, en la que apenas termina de revelarse una incógnita, varias nuevas nacen por simple agregación. Más allá de condiciones geográficas, históricas o mitológicas, el cariz enigmático que presume La Paz se cimienta en el complejo entramado social que lo constituye. La hoyada paceña, su fiesta del Gran Poder, son una muestra del caleidoscopio de nuestra identidad nacional.

Esta última apreciación abre la posibilidad de mencionar a otro personaje fundamental en el conjunto de la novela: “La nación clandestina”. Optamos por usar este nominativo, tan cinematográfico, para una serie de personajes secundarios, anónimos o no, que al igual que aquel hilo blanco de cocaína, son capaces de tejer una historia. Otra historia, en todo caso, más completa, más rica, menos violenta, más nuestra. La descripción acertada de ese complejo sistema de redes sociales que encierra la vida urbana en absoluto, que incluso la vinculan con lo rural, acusan un interés profundo en Leal por desentrañar y exponer una de las heridas y conflictos más severos del boliviano. La dicotomía coca/cocaína, más allá de lo arbitraria que resulta la simplificación, parece sintetizar, casi poéticamente, nuestra crítico trance histórico. Esta parece ser la inquietud mayor de esta novela, escrita ya hace varios años y finalista en el festival la Semana Negra de Gijón en 2003. Estamos frente a un buen producto de literatura policial, que tiene muchísimo más que ofrecer.

Entonces, nos restará, a futuro, ver por qué camino fluye la secuela de Morir en La Paz. Si por aquel de “La nación clandestina”, o por el otro, menos luminoso, de la blanca cocaína.



*La novela originalmente publicada en España fue reeditada en nuestro país por la Editorial Nuevo Milenio en una cómoda edición de bolsillo que incluye textos de “Cachín” Antezana y Juan Pablo Piñeiro.

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