SEMBLANZA: ROBERTO BOLAÑO

BOLAÑO ES

Mijail Miranda Zapata

Roberto Bolaño, novelista, chileno, nacido en 1953, fallecido en 2003. Referencias repetidas hasta el cansancio. Es uno de esos muertos por sobre los que circundan todas las especies carroñeras de la fauna literaria: farsantes, críticos, devotos, detractores, imitadores. En ningún caso indiferentes.

En un cuaderno fechado en 1978, Roberto Bolaño escribe que abandona la poesía para entregarse por completo a una NOVELA, así lo anota, con mayúsculas. Pero no fue hasta 1996 que logró cierto grado de reconocimiento, aquel públicamente vituperado, pero al que aspiran todos. Y lo hizo con uno de los tantos manuscritos que trabajó incansablemente desde aquellos primeros años en Blanes, esa pequeña ciudad catalana que lo atrapó hasta su último momento. Desde entonces y sobre todo después de su desaparición, siguiendo nuestras malas costumbres, no cabrían otras formas, su monumental obra lo ha convertido en mito.

Muchos nuevos creadores confunden la necesaria cualidad parricida de las artes y pretenden sobreponerse, la mayoría no llega más que a oponerse, a la figura, al mito, antes que a las obras mismas. En los ambientes literarios esta es casi una ley de supervivencia/militancia. No parece permitido reconocer la grandeza literaria de algunos y de hacerlo, se debe abrazar sin escrúpulos la estampita del autor idolatrado. Así, el mundo se divide en diatribas incendiarias contra el autor de 2666 (Anagrama, 2004) y desaforadas relamidas a su escultura. Muchas veces, en ambos bandos, leyéndolo apenas. En el peor de los casos, sin leerlo.

Es por eso, mis suposiciones son siempre caprichosas, que el chileno pasó la última etapa de su vida en aquel pequeño puerto cerca de Barcelona, rodeado de pescadores, comerciantes, tenderos y su familia. Lejos, aunque no apartado, de la vida y el mundillo literarios. Y es que, hay que decirlo, hablar de literatura resulta bastante aburrido. Pero hay que hacerlo.

Para mí Bolaño podría ser tan solo este párrafo, tomado de un texto suyo dedicado a Nicanor Parra, y eso de por sí es demasiado: “Breton habló de la necesidad de que el surrealismo pasara a la clandestinidad, se sumergiera en las cloacas de las ciudades y de las bibliotecas. Luego no volvió a tocar nunca más el tema. No importa quién lo dijo: LA HORA DE SENTAR CABEZA NO LLEGARÁ JAMÁS”. (Entre paréntesis, 2004).

Entonces, Roberto Bolaño es: literatura para jóvenes rabiosos, como los que fuimos y nos gustaría volver a ser. Brújula que, en lugar de trazar destinos, desdibuja las rutas y únicamente nos alienta al desconcierto, a la violencia, a la rebeldía, pues. Una escritura desmesurada. Que no se corresponde, como se lee en una infinidad de semblanzas, a una imaginación colosal, sino, más bien, a una inteligencia sobrehumana capaz de estructurar la realidad y la invención en un mismo plano inquebrantable. “El conocimiento es una forma de clasificar fragmentos.” (Los sinsabores del verdadero policía, 2011), escribía el mismo Bolaño, que conocía el mundo mucho más allá de donde nosotros apenas alcanzamos a imaginar. ¿Paradoja? ¿Contradicción?

Bolaño es: desarraigo, búsquedas, pérdidas, una manía detectivesca por los desencuentros, las derrotas, lo subterráneo. Buscar, extraviarse, desnudarse y desacralizar. Un viaje entre los subterfugios de las ciudades y la literatura, que nos conduce inevitablemente a la nada. Como en los Detectives Salvajes (Anagrama, 1998) después de incontables nombres y periplos, se llega a la conclusión de que detrás de las ventanas, esos poemas-dibujos que llenan sus últimas páginas, no hay nada, sólo literatura, acaso un mal chiste. 

Bolaño es: nada, silencio, vacío, acaso una genial broma. 

Hablar de Bolaño, para defenestrarlo o beatificarlo, requiere más que estas líneas o estos pocos minutos en los que me arriesgo a brindarle un intento de homenaje. Son pantalones demasiado grandes y poco elegantes que no me atrevo a usar. Además, como más o menos dice Fabián Casas, una reseña literaria no debe tentar la disección de un libro o autor, cual si fuera un cadáver -¿no hablábamos de un muerto?-, sino invitar al descubrimiento, o el redescubrimiento, al peregrinaje de reconciliación o afrenta.

Lo cierto es que en muchas de sus obras, y me refiero a las novelas y algunos cuentos que le he leído, nos quedamos con la sensación de ser incapaces de resolver el crimen, hallar al culpable, al poeta-asesino, al mismo Bolaño. Sin embargo, en el camino, siempre quedan sembradas infinidad de vidas y muertes. Esa es la ruta a recorrer.



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